Érase
una vez en México del Siglo XIX
Previa a la
instalación del Primer Imperio en el año de 1822 una vez consumada la independencia, el país contaba con todas las bases para dar continuidad a
un sistema de gobierno monárquico. De acuerdo con la tradición política, aquel
sistema resultaba la posibilidad más viable.
Agustín de
Iturbide, quien había sido propuesto como monarca, y además electo por
aclamación, encabezó por algún tiempo una de las varias gamas monarquistas que
existieron en México a principios de siglo XIX y aprovechó el ambiente de
exaltación que le rodeaba para declararse emperador. Sin embargo, esa primera
administración duró el tiempo necesario para revelar un grave problema, la
persona encargada de ocupar el trono no podía reducirse a la
autodesignación. Salió a relucir la dificultad de la legitimidad dinástica y el
rango real, y, aunque este primer intento de gobierno
estaba programado para ser una monarquía constitucional
y no absoluta, persistió “...la falta de respeto que
sentían (los integrantes del Congreso Constituyente de 1822) hacia un hombre
que sin mayor rango social del que podía tener cualquiera de ellos, había sido
tan repentina y arbitrariamente improvisado en persona sagrada e inviolable”. Fue a partir de entonces que algunos monarquistas
planearían la venida de un príncipe extranjero en aras de ocupar el trono de
México y ofrecer protección a sus intereses económicos, políticos y culturales.
La aventura de ser
República
El
fracaso monárquico permitiría en el ambiente político, la exaltación de un
grupo político que hasta entonces había permanecido a la sombra, el
republicano. Esta facción intentaría adaptar en México por primera vez un nuevo
régimen de gobierno, moderno y democrático, la República Federal (1824). Los republicanos asumieron que ese
sistema atendería una necesidad primordial del país, la gran diversidad de
intereses regionales y el federalismo otorgaría la libertad legislativa
necesaria para cada territorio.
Ese primer ensayo
republicano federal, cuyo modelo exitoso era la república del vecino país del
norte, representaba la transformación de la sociedad mexicana en la que
prevalecían tres siglos de dominación monárquica española.
“...la
Constitución de 1824 tenía ante sí un largo y penoso proceso de lucha contra,
precisamente las tendencias tradicionalistas y monárquicas que en grado muy
considerable prevalecían en aquella época y durante las cuatro décadas
siguientes”. (O’Gorman)
Vino entonces el
segundo fracaso para el sistema de gobierno mexicano después de siete años de
estar en marcha la república federal.
Los fracasos monarquista y republicano federal como
formas de gobierno para México fueron resultado, en el primer caso, de la ilegitimidad
que habría representado a ese primer imperio mexicano. Mientras que en el
segundo de la transformación republicana que se pretendía realizar en la
sociedad mexicana.
Debido a las desavenencias ocurridas durante la
primera República Federal y el sistema monárquico, en 1836 se implantaría otro sistema de
gobierno consagrado en la Constitución de las Siete Leyes, la primera República Central; fruto de los liberales moderados. Así los centralistas intentarían poner fin a las
soberanías locales, aunque no a la particularidad de cada provincia.
De los Dos un poco…
La propuesta del, nuevo sistema, sería dotar a la
República con características de una monarquía constitucional y al presidente de soberano. Cesaban las
legislaturas de los Estados, se establecían Juntas Departamentales y los
gobernadores quedaban sujetos al Ejecutivo.
Los grupos políticos que sostenían aquel sistema,
era la gente que deseaba la centralización del poder en sus manos. La elite capitalista
y empresaria que velaba por sus intereses económicos y que más tarde pediría la
reinstalación de una monarquía en México. Tal fue el caso de Lucas Alamán y del
liberal moderado, José María Gutiérrez de Estrada.
No obstante, la situación política de la República
Central se complicó cuando Texas se constituyó en República independiente de
México el 2 de marzo de 1836. Durante gran parte
del decenio que duró el centralismo, Yucatán fue virtualmente independiente, estos hechos,
provocaron el desmembramiento del territorio mexicano y sembraron el
germen de una lucha entre quienes enarbolaban ideas republicanas federalistas,
republicanas centralistas y monarquistas.
Con la pérdida de Texas, salió a relucir una grave
dificultad: no existía un control político-económico-social del territorio
mexicano. Ya fuera con la monarquía o con las repúblicas federal y central, la
inestabilidad política en el sistema de gobierno mexicano continuaba y los
distintos territorios de México no acababan por integrarse e identificarse
Tal situación fue aprovechada por Estados Unidos,
aplica su doctrina expansionista planificando desde Washington anexarse a
Texas, lugar habitado principalmente por estadounidenses y no por mexicanos. El proyecto Norteamericano, además plateaba apoderarse de California y Nuevo México, con pretextos de ofrecer la libertad a los habitantes de esas tierras que "huían de los gobiernos tiránicos mexicanos".
Estados Unidos abraza la política proteccionista aplicada a los estados fronterizos y promueve las ideas republicanas federales.
El federalismo, puesto en marcha
nuevamente en México en el año de 1846 otorgó autonomía a los estados, pero, a
consecuencia de la constantes fracasos políticos se produjo una fase
separatista y cada estado, percibido asimismo como nación independiente,
luchando por el resguardo de su
territorio.
Cabe la pregunta,
¿por qué a los Estados Unidos les
interesaba que México continuara con un régimen republicano federal?
Sobre esto podría considerarse que debido a que el Estado mexicano se
encontraba en vías de su construcción política, el sistema federal implicaba,
aunque bien pudiera parecer la unidad, la desunión de los estados que no
acababan por identificarse con un gobierno vulnerable jurídicamente, esta
situación resultaba benéfica para quien ofrecía seguridad y esperaba apoderarse
de México.
La ambición
estadounidense no cesó y con pretextos de una guerra absurda, aprovecharon la
debilidad del gobierno de México, de no tener un buen ejército, armas y dinero,
para hacerse de la Alta California, Arizona y Nuevo México. Así, para el año de
1848, los Estados Unidos se quedaron con más de la mitad del territorio
mexicano (2, 400,000 km2).
Aquella pérdida sacudiría a todos los grupos
políticos. Sin embargo, lo interesante de esta situación sería el beneficio que
algunos monarquistas obtuvieron de este hecho, tal fue el caso de José María
Gutiérrez de Estrada, José Manuel Hidalgo y el padre Francisco Javier Miranda
(1816-1864). Estos personajes se encargarían a partir de aquella pérdida, de
promover con mayor coraje sus ideas monarquistas e iniciaron una campaña
enérgica contra el régimen republicano, sea federal, sea central.
Ante la apetencia estadounidense por México,
algunos monarquistas encabezados por Lucas Alamán dieron a conocer en el
periódico El Tiempo el 12 de febrero de 1846, las principales ideas de
quienes ya se denominaron conservadores.
Básicamente esta asociación aspiraba a formar un partido fuerte que hiciera
contrapeso a la facción republicana y al predominio de ideas federalistas del
vecino país del norte. Para este grupo, el amago desintegrador no era producto
de la casualidad, sino consecuencia del peligroso sistema republicano federal,
por cuya causa se había perdido más de la mitad del territorio nacional. De lo
anterior se deduce que tanto republicanos como monarquistas deseaban un
ejecutivo fuerte capaz de apaciguar las aguas.
Con la problemática situación política mexicana,
Lucas Alamán y Miguel Lerdo de Tejada (1812-1861) escribieron a Santa Anna
sendas cartas, tras ser electo presidente por el término de un año según el Plan
Arroyo Zarco (20 de octubre de 1852). El primero
quería acabar con el federalismo, conservar la religión católica, establecer
una nueva división territorial que borrara la forma de estados y fortalecer las
escuelas de Artes y Oficios. El segundo pidió continuar con el sistema federal,
la formación de un buen ejército, instrucción para el pueblo y corregir los
abusos del clero.
Cabe resaltar que ambas
facciones pidieron la inmigración europea, sin embargo, Alamán exigía además la
asiática para el cultivo de productos tropicales. Pero acaso ¿no en Asia se
practicaban otros cultos? y ¿no acaso los conservadores deseaban la
preservación de la religión católica? Volvió a salir otro problema, la
situación de la Iglesia en el nuevo Estado nacional.
Desde la
independencia de México y aún antes, el clero como representante de la Iglesia
era uno de los poderes legitimados en el gobierno. Además de esto, el clero
también gozaba de inmunidad, así como del aprecio y respeto de la mayoría de
los mexicanos, pues, eran ellos quienes encarnaban la idea de la divinidad.
Hasta entonces, su figura dentro del gobierno y la sociedad se consideraba
necesaria. El mismo clero creía que sin su presencia los hombres no podían
gobernarse, ni ser felices.
De esa manera, el clero había adquirido amplios
derechos dentro de la esfera política, social y económica. Al paso de los años
aquel se transformó en una importante fuerza político-económica. Si bien la
inmunidad concedida a los representantes de la Iglesia por los monarcas
españoles los dignificaba por ser uno de los brazos de la monarquía española,
también les permitía fungir con cargos públicos y adquirir bienes materiales.
Pero cuando las ideas liberales reformistas se apoderaron del ambiente político
mexicano, se planteó la necesidad de separar los poderes del Estado y de la
Iglesia, así como la idea de tolerancia de cultos y la desamortización de los
bienes del clero, sin que esto condujera al cese del catolicismo.
De hecho, ya desde 1833 el partido progresista
encabezado por José María Luis Mora (1794-1850) había pretendido el
sometimiento de la Iglesia dentro del Estado mexicano, sólo que como entonces
existían ciertas prácticas coloniales que se mezclaban con asuntos civiles y
eclesiásticos, se intentó que el Estado nacional ejerciera el Patronato y con
esto “...convertir a los eclesiásticos en funcionarios públicos y a la Iglesia
en un órgano del Estado”.
Para la segunda mitad del siglo XIX y hasta la
década de los sesentas con el establecimiento del Segundo Imperio Mexicano, la situación para el clero fue más
crítica. Para entonces se justificó jurídicamente la separación de poderes
Iglesia-Estado. El sistema monárquico se presentó bajo una contradicción
política, con una doctrina liberal encaminada a la construcción de un Estado
moderno donde el monarca no se subordinaría al poder de la Iglesia y con
ejercicio de la soberanía nacional, según lo dejó ver Maximiliano (1832-1867)
con los Notables al exigir una prueba de ser aclamado por los mexicanos.
Sin embargo, la Iglesia negaba el principio de
soberanía nacional, principalmente porque le restaba privilegios al
subordinarse a otra potestad. De acuerdo a las
políticas liberales reformistas y maximilianistas, el Estado y no la Iglesia
debía fijar las reglas políticas, económicas y sociales. Por otro lado, la idea
de tolerancia de cultos implicaba la apertura al capitalismo previsto por la
doctrina liberal, era la posibilidad de enriquecer al país. Esa idea fue tomada
por el clero y los monarquistas conservadores, como un ataque a las tradiciones
y a la religiosidad de los mexicanos.
La idea de tolerancia manifestada en ley desde el 4
de diciembre de 1860 y reafirmada por Maximiliano, puso en peligro las
condiciones favorables del clero y los monarquistas conservadores. Queda claro
entonces que se trataba de una lucha anticlerical, no antirreligiosa.
El 20 de abril de
1853, Santa Anna asumió el poder y con apoyo de Alamán se publicaron las Bases para la administración de la
República. En ese documento, el grupo
monarquista sembraba las bases para establecer un poder que frenaba al
federal. Entonces Santa Anna estableció un gobierno dictatorial investido de monarquía, al grado de nombrarse
Alteza Serenísima. Pretendió ser soberano de una nación que había rechazado en
1822 a un nacional como monarca y al mismo tiempo buscar ayuda de un ejército
europeo para su protección, es decir, una monarquía nacional con intervención
armada.
La nueva mutilación del territorio nacional en
1853 y la situación de disgusto creada por su Alteza Serenísima,
influyeron en el estallamiento de la Revolución de Ayutla. Básicamente la revolución se impuso
contra el gobierno de Santa Anna, por haber infringido las instituciones
liberales republicanas. Pronto la presión política hizo que Santa Anna
renunciara al poder en el año de 1855. Ahora tocaba a sus opositores mediante
el Plan de Ayutla (1 de marzo de 1854) luchar para restablecer el
régimen republicano, fuera bajo sistema federal o central.
Ya desde 1851 un monarquista francés cuya doctrina
política se dijo liberal, inauguró un sistema monárquico constitucional que sin
el derecho divino, se proclamó por soberanía popular, Emperador de Francia.
“Napoleón III, renunciando a la teoría del origen divino del Imperio, como
aconsejaban los sucesivos desastres de la monarquía, se limitó a sustituir la
vieja concepción por otra que presentaba al emperador como la encarnación de la
soberanía popular”. Luis Napoleón (1808-1873), sobrino
de Napoleón el Grande, quebró su juramento a la República francesa y sin tener
más rango real que el de su tío, rompió con el concepto del poder absoluto por
el de soberanía popular.
México, el país que no
funcionaba como República y que España le había acostumbrado a funcionar bajo
un virreinato, fue uno de los objetivos de Napoleón III. Y ante los disturbios
políticos en que se encontraba el país, el Emperador francés “creyendo que el legado de su tío
estaba en continuar las conquistas territoriales (...) mandó sus soldados a
México. Todo esto mientras engrandecía y embellecía a París y conspiraba contra
las libertades públicas; conspiraba también contra la soberanía mexicana”. Esta
fue la postura de un monarquista que desde el viejo continente, planeó la intervención
francesa y la creación de una monarquía favorable a sus intereses y al
pujante liberalismo económico europeo, pero también contra el expansionismo
norteamericano.
En México mientras tanto, los
grupos políticos liberales, admitían como primera necesidad un régimen de
gobierno estable y con un orden interior que abriera el camino al capitalismo.
Una vez electo Juan Álvarez (1790-1867) como presidente en el año de 1855, tuvo
lugar el dilema entre las distintas facciones. Aquellas divergencias dieron por
resultado las leyes que fueron bandera de la Reforma, pero también objeto de
censura de algunos miembros del clero y del grupo monarquista conservador.
Reunido el Congreso Constituyente a principios de
1856, el alegato giró en torno a dos cuestiones:
primera, la elaboración de una nueva legislación y segunda, la restauración de
la Constitución de 1824. En otras palabras, entre tintes de ideas avanzadas y
drásticas cuyo primordial interés era la transformación de la sociedad y gamas
tonales inclinadas a frenar una reforma trascendente y orientada a los cambios
paulatinos.
Algunos
partidarios de ideas avanzadas, como Ignacio Manuel Altamirano (1834-1893),
Guillermo Prieto (1818-1897) y Ponciano Arriaga (1811-1863)
y a diferencia de los tonos moderados como Ignacio Comonfort (1812-1863) y José
María Lafragua (1813-1875), querían realizar cambios en la legislación e
implantar leyes que colaboraran al progreso económico, político y cultural de
la República. Y es que sin duda alguna, de aquellas sesiones como lo fueron las
Leyes de Reforma y la nueva Constitución
de 1857, resultaron medidas drásticas que a pesar de estar diseñadas para
el progreso del país, fueron también el detonante del periodo conocido como la
Guerra de Tres años.
Aquella legislación era arbitraria. Lo era porque
tocaba un punto vulnerable de México: una sociedad que no acababa de
sobreponerse a la transformación de sus tradiciones. Tradiciones en las cuales
no encajaban esas leyes fabricadas por liberales cuya doctrina política estaba
pensada para el porvenir y no para su realidad socioeconómica presente. Vino
así el desconocimiento de esa legislación por parte de Félix Zuloaga (1813-1898),
quien representaba una parte de la facción conservadora y quien además fue
nombrado Presidente de la Republica, una vez que Comonfort abandonó el país. Al mismo tiempo, la renuncia del último representó la
toma de posesión de Benito Juárez (1806-1872) como Presidente interino, quien
hasta ese momento había ocupado el cargo de Vicepresidente de la
República. Esto ocasionó una dualidad de poderes en el país.
Una vez Juárez en
el poder, reivindicó la Constitución y las Leyes de Reforma y abandonó la
capital, debido a que la facción conservadora representada por Zuloaga se había
adueñado de aquel sitio. Juárez entonces instaló su gobierno en Guanajuato
primero y al año siguiente en Veracruz. Y, así, con la
dualidad de poder, tuvo lugar la pugna entre facciones. En el fondo el asunto
giraba en torno a dos problemas centrales: la transformación violenta del modo
de vida de la sociedad mexicana y la conservación de las tradiciones,
hábitos y modos de vida, así como la creencia de que ésta progresaría mediante
las relaciones monárquicas. La Constitución
de 1857 y las Leyes de Reforma atacaban principalmente las costumbres, así
lo consideró el clero y los monarquistas conservadores. Para éstos, aquella
legislación fue una violación a la práctica de sus creencias y el clero que a
lo largo del siglo XIX había sido partícipe de la política de México, se
encontró cada vez más impotente frente a la Reforma.
Bajo este
contexto, otro grupo político “...que no estaba ni con Juárez ni con Zuloaga”, se pronunció contra el gobierno establecido. El general
Miguel Miramón (1832-1867), cabeza de aquel grupo, asumió la Presidencia de la
República desde el 2 de febrero de 1859. Este gobierno fue desconocido por
Juárez y un año y medio después fue derrotado. Una vez victoriosos los
republicanos juaristas se instalaron en el país los postulados liberales. Sin
embargo, cuando Juárez entró a la capital el 11 de enero de 1861, se encontró
con una economía en bancarrota y con una sociedad que no encajaba dentro de la
legislación reformista.
Con todo, el dominio de los liberales republicanos
en México durante esta época y hasta el Segundo
Imperio, sería precario o constantemente amenazado por los monarquistas que
deseaban la continuación del antiguo régimen imperial. Ambas matizaciones
políticas, que a su vez abarcaban otras, perseguirían tres cosas: la entrada
del capitalismo en México, la conservación de sus intereses y, finalmente, el
orden interior, el problema fue que no existió acuerdo en sus propuestas
políticas como tampoco en relación a la forma de gobierno para México.
Agradecimientos a Alejandra
López
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